Amrit Singh y
Singh es profesora de la Facultad de Derecho de Stanford y directora ejecutiva del Laboratorio de Impacto en el Estado de derecho en esa facultad. Garcia es asesora experta del laboratorio.
México ha estado en un momento de agitación durante semanas debido a la propuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador para que los jueces del país sean elegidos por votación popular. Cincuenta y cinco mil empleados del poder judicial se declararon en paro mientras el proyecto de ley se votaba en la Cámara de Diputados; el peso cayó y los bancos internacionales emitieron advertencias sobre el efecto de la propuesta en la economía.
Incluso el embajador de EE. UU. en México, Ken Salazar, lanzó una advertencia inusual. El plan, dijo a finales del mes pasado, presentaba “un riesgo de importancia para el funcionamiento de la democracia de México”. El presidente respondió y anunció una “pausa” de las relaciones diplomáticas con la embajada de EE. UU. También hubo una disputa similar con Canadá.
La sucesora de López Obrador, la presidenta electa Claudia Sheinbaum, quien asumirá el cargo el 1 de octubre, ha tenido una respuesta más razonable. Aunque en todo momento ha apoyado el plan, Sheinbaum ha dado instrucciones a la nueva legislatura del Congreso de México para que delibere más sobre los cambios, en lugar de acelerarlo como piden el presidente y sus aliados. Ricardo Monreal, líder de la mayoría en la Cámara de Diputados, sugirió que podría aprobarse tan pronto como el 8 de septiembre. El miércoles en la madrugada, el proyecto fue aprobado por la Cámara y pasa ahora al Senado.
Los líderes mexicanos deberían hacer lo correcto y abandonar el plan, considerando el daño que podría causar al país. Si se aprueba, politizará el poder judicial hasta dejarlo irreconocible, incapaz de controlar el abuso de poder. Institucionalizaría el poder que grupos de interés podrían ejercer sobre todo el poder judicial.
Elegir a los jueces podría incentivarlos a tomar decisiones para ganar votos y satisfacer a los grupos políticos en lugar de resolver imparcialmente los casos basándose únicamente en los hechos y la ley. Un poder judicial capturado políticamente e incapaz de proteger los derechos de propiedad de manera imparcial sería un desastre para la confianza empresarial y la inversión privada nacional y extranjera. Más inquietante aún: podría abrir la puerta al control del poder judicial por parte del crimen organizado y socavar los cimientos mismos del Estado de derecho en México.
La propuesta de López Obrador implica que casi todos los jueces, incluidos los que formarán parte de la Suprema Corte, sean electos. Bajo el sistema actual, los candidatos a jueces federales en México deben pasar un examen público, recibir capacitación y ser evaluados por el Consejo de la Judicatura Federal, un órgano de administración y supervisión, que luego los nombra. La mayoría de los jueces no federales son propuestos por los gobernadores estatales y aprobados por las legislaturas estatales; en unos cuantos estados, los candidatos son evaluados y nombrados como jueces por los consejos judiciales estatales. Los jueces de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son propuestos por el presidente y aprobados por el Senado.
El plan del presidente dice que democratizará la justicia y contrarrestará “la corrupción,” “la impunidad,” “los grupos de poder creados” y “la ausencia de verdadera independencia de las instituciones encargadas” de impartir justicia. El presidente ha aludido a la elección de algunos jueces en Estados Unidos para justificar el plan.
Sin embargo, la experiencia de Estados Unidos demuestra que la elección de jueces solo empeoraría estos problemas en México. Aunque todos los jueces federales en Estados Unidos son designados, la mayoría de los jueces estatales son electos por voto popular. Los estudios empíricos confirman que las contribuciones a las campañas predisponen a los jueces a fallar a favor de sus donantes, especialmente cuando buscan la reelección. Los estudios también muestran que los jueces son menos propensos a fallar a favor de los acusados y más propensos a imponer sentencias más duras en fechas cercanas a las elecciones.
La exmagistrada de la Corte Suprema de Estados Unidos Sandra Day O’Connor — quien en su día fue jueza electa de un tribunal estatal— se convirtió en una incansable defensora de la selección por méritos de los jueces estatales porque sabía que votar por los jueces los dejaba en deuda con la “influencia corruptora” de los grupos de interés. El exjuez de la Suprema Corte de EE. UU. John Paul Stevens dijo al Colegio de Abogados de Estados Unidos que las elecciones judiciales eran “profundamente imprudentes” y eran como “permitir que los aficionados al fútbol elijan a los árbitros”.
El Colegio de Abogados de Estados Unidos apoya desde hace tiempo los sistemas de selección por méritos para elegir a los jueces estatales con el argumento de que “la administración de justicia no debe depender del resultado de concursos de popularidad”. La organización ha advertido del “efecto corrosivo del dinero en las campañas de elección judicial”, en las que las partes interesadas en los resultados de los casos podrían intentar “comprar ventajas en los juzgados influyendo en las urnas sobre quiénes serán los jueces”.
La influencia del dinero y el poder no es menos corruptora en México que en Estados Unidos. De hecho, México es especialmente vulnerable a dicha influencia debido al control que grupos del crimen organizado ejercen en gran parte del país.
El actual sistema mexicano de selección de jueces federales dista mucho de ser perfecto, y podría mejorarse haciéndolo más transparente y accesible a una variedad más amplia de candidatos. Pero sustituir ese sistema por elecciones judiciales permitiría que abogados que no sean en absoluto aptos se convirtieran en jueces con solo recibir suficientes votos. A diferencia de Estados Unidos, en México no se exige un examen para ejercer la abogacía. El plan del presidente no requiere que los jueces de los tribunales de primera instancia tengan experiencia jurídica, y solo pide tres años de experiencia para los jueces de los tribunales de apelación. No está claro cómo los votantes podrían conocer, por no hablar de evaluar, las cualificaciones de los candidatos.
El plan también crearía un Tribunal de Disciplina Judicial encargado de sancionar a los jueces, cuyos miembros serían elegidos por votación popular con términos que coincidirían con el mandato presidencial de seis años y cuyas decisiones serían inapelables. También vincularía el salario de los jueces al del presidente. Ambas medidas socavarían aún más la independencia del poder judicial, politizando su supervisión y haciéndolo dependiente del poder ejecutivo.
Nuestro reciente informe, que explica cómo el hecho de votar por los jueces federales en México arriesgaría la independencia de estos, explica que la amenaza de la propuesta judicial al Estado de derecho no se produce en un vacío. El gobierno de López Obrador ha atacado a otras instituciones autónomas, como el Instituto Nacional Electoral, que supervisa las elecciones, y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, que garantiza el acceso a la información pública y la protección de datos personales. También ha atacado a las agencias nacionales independientes que supervisan los temas de antimonopolio y comunicaciones.
Ha ampliado el poder ejecutivo al traspasar sistemáticamente el control de funciones civiles —la operación de trenes, puertos, líneas aéreas, aeropuertos y aduanas— a los militares, todo en nombre del combate a la corrupción. También se propone transferir el control de la Guardia Nacional a los militares, a pesar de que una sentencia anterior de la Suprema Corte lo consideró inconstitucional. El nuevo proyecto judicial parece seguir este patrón: eliminar la separación de poderes y el sistema de controles y equilibrios que es crucial para la supervivencia de una democracia constitucional.
Desde luego, el presidente López Obrador no es el único líder mundial que está dando un golpe a la independencia judicial. Líderes de mentalidad autocrática que buscan consolidar su propio poder —entre ellos líderes en El Salvador, Hungría, Indonesia, Israel, Polonia, Túnez, Turquía, Venezuela y Zimbabue— también han intentado debilitar los poderes judiciales que se interponían en su camino.
A diferencia de algunos países de esa lista, México sigue siendo una democracia funcional, aunque imperfecta. Que siga siendo así está ahora en manos de su nuevo Congreso y de la próxima presidenta. El domingo, en su informe de gobierno a la nación, López Obrador dijo: “Estamos viviendo en una auténtica democracia, construyendo una patria nueva”. Sin embargo, en consonancia con sus ataques sistemáticos a los controles y equilibrios, su proyecto de elegir a los jueces podría conducir a la muerte de la democracia en México.
Amrit Singh es profesora de la Facultad de Derecho de Stanford y directora ejecutiva del Laboratorio de Impacto en el Estado de Derecho en esa facultad. Garcia es asesora experta del laboratorio.
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